Un cuento de hadas
Había una vez una loba solitaria que vagaba por el bosque. Había atravesado valles y recorrido montañas, y había sobrevivido a abundancias y desiertos. A base de cicatrices, su piel se había vuelto dura.
Pero hete aquí que un día algo iba a cambiar para la loba, porque en un recodo del camino, sobre una piedra cubierta de musgo, estaba sentada un hada que la miraba. Una fracción de segundo más tarde, la loba supo que ya no sabría vivir sin la mirada de esos grandes ojos azules.
¿Te quieres venir? - preguntó la loba, con una voz que salía de lo más profundo de sus entrañas.
A donde tú quieras - contestó el hada.
Y a partir de ese momento, fueron juntas por el bosque. La loba, hundiendo sus pezuñas en el barro. El hada, revoloteando un poco más arriba.
Al cabo de poco tiempo, el hada se trasladó a la guarida de la loba. La vida era cálida y linda en esa cueva que compartían. Tanto, que gracias a los cantos del hada, la piel de la loba empezó a cambiar, y su coraza defensiva se fue haciendo más fina, y su pelo se volvió más lustroso y bonito.
La loba, feliz, buscaba bayas y muérdago para el hada, y las hojas más suaves para que le hicieran de colchón. Y en esa búsqueda, descubría cosas que no conocía de sí misma, y se hacía más fuerte y capaz, aprendía a no sacar las garras más que cuando era necesario (ahorrándose así inútiles heridas propias y ajenas) y cada vez se sentía mejor y más dichosa en el rincón del bosque que compartía con el hada. A veces, como su piel se había vuelto tan fina, se arañaba con zarzas y espinos, pero no le importaba demasiado, porque fácilmente el hada lo repararía con una sonrisa y una canción.
Todo era tan lindo que incluso hablaban de tener hadeznos.
Pero un día, de repente, el hada levantó el vuelo. Decía que ella misma no lo entendía, pero que tenía que hacerlo.
Y la guarida se derrumbó y de pronto empezó a llover. Y la loba se quedó allí, largo rato, sintiendo cómo el frío calaba a través de su fina piel, mirando cómo el hada se alejaba.
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